sexta-feira, 26 de novembro de 2010

Diário de viagem II

Pois já foi. Fiz a palestra no Congreso Iberoamericano de Derecho Electoral. Cheguei às 10h10 na Universidad Autonoma de Nuevo Leon e descobri que ia falar às 10h40. Atrasou um pouco, mas falei às 11h20. Segue abaixo a ponencia....


La representación política y su mitología
Agradezco a los organizadores por esta invitación y me siento muy honrada por estar aquí hablando con ustedes. Pero perdónenme, por favor, el español raro que voy a utilizar en esta charla – tentaré hablar despacio para que la mezcla entre portugués y español se haga comprensible.
La organización ha sido muy generosa y me ha permitido elegir el tema de mi ponencia. Les traigo, pues, la cuestión que más inquiétame actualmente. Voy a presentarles un conjunto de desasosegos e intuiciones sobre la representación política. Lo que les comunicaré no es el resultado de una investigación, pero su inicio, y deseo que ustedes me ayuden a pensar sobre mis hipótesis.
En Brasil existe una grande insatisfacción con la representación política. Esto empieza con algunas resalvas a los resultados de la urna. Resalto que estas sospechas no se dirigen al sistema de votación: la urna electrónica goza de un inmenso prestigio social.
Este año las urnas han traído números muy distintos a los proyectados por las encuestas electorales – pues los institutos que hacen las encuestas fueron objeto de desconfianza y fuerte crítica. El sistema electrónico de votación – casi un misterio de la fe – quedo incólume.
Las sospechas relacionanse  a los representantes electos y refierense ora al sistema de representación proporcional y su transferencia de votos entre candidatos de la misma agremiación o coalición, que por veces sorprenden el electorado con la presencia de figuras desconocidas en la composición del parlamento, ora por la actitud del electorado que, en protesta o por chiste, o, aun, por un alegado despreparo intelectual o despreocupación republicana, elige candidatos cuya reputación o aptitud son dudables.
Pero no es este el punto que deseo explotar aquí, sino otro, más ontológico. La insatisfacción con la representación política que genera su crisis cuasi atávica, surge, me parece, de un desconocimiento o de una incomprehensión de la naturaleza de esta relación,  lo que hace nascer falsas expectativas sobre el representante y sobre el contenido de la relación de representación.
De hecho, la representación política parece estar involucrada en una mitología. Su construcción  como categoría política, a nivel teórico, se define a partir de tres ficciones – la soberanía popular, la voluntad común y la propia idea de representación.
Afirmar el primer mito, lo sé, es casi una herejía. Pues digo que la soberanía popular es una ficción. De eso no se puede concluir, debo aclarar, que yo sea una defensora de la soberanía monárquica o una lectora cínica de la realidad política.
Quiero decir, y vale subrayar ese punto, que las instituciones políticas, al menos en Brasil y aunque en el Estado instituido por la Constitución de 1988, no permiten que el pueblo – sea esto lo que sea – tenga efectivamente el poder en sus manos.
Declarar que todo el poder emana del pueblo poco o nada significa: nuestras constituciones autoritarias, de 1937 e de 1969, tenían como principio de legitimidad del ejercicio del poder la soberanía popular. Vale subrayar, no obstante, que en estos momentos no era posible vislumbrar una democracia formal en su concepción más estrecha – no había siquiera elecciones formales.
Pienso que esta ficción no es una característica de las inestables instituciones brasileras o de Latinoamérica. Parece que la ficción es intrínseca al significado de la expresión.
Es muy distinto hablar de la soberanía del Rey, capaz de decir de modo claro y coherente la su voluntad e imponer, por su propia fuerza, esta voluntad, y de soberanía de la Nación o del pueblo. La Nación o el pueblo no son sujetos concretos, capaces de emitir una voluntad unívoca.
Se no nos vinculamos a un lector privilegiado del Volksgeist o a otra ficción como la opinión pública, somos llevados a tener en cuenta la opinión de la mayoría como se fuera la voluntad de todos. Y sabemos que no es así.
Y, es necesario resaltar, esa mayoría tampoco es una efectiva mayoría, pues sufre los filtros de los recortes del electorado, de las condiciones de elegibilidad (menos o más restrictivas, a depender de la ideología, declarada o no, o de una decisión política sobre la virtud deseable de los posibles electos), del sistema electoral (que siempre implica un tanto de exclusión de las opciones políticas menos difundidas) y del proceso legislativo y sus reglas de mayoría.
En este punto, debo destacar la maleabilidad del concepto de pueblo. Lo que sea el pueblo es determinante para la concepción de democracia.
Pero como sujeto colectivo, titular de la soberanía en los Estados contemporáneos, el pueblo no es más que una abstracción, vacía de substancia.
Parece posible comprender que el pueblo que comparece a las urnas y allí ejerce su papel de ciudadano – considerado entonces como un conjunto de sujetos determinados, tomados individualmente, cada uno con su deber de voto – no coincide con el pueblo de la autodeterminación exigida por la modernidad. Ésta, que comprende la capacidad de hacer las leyes a que todos serán sometidos, ve el pueblo como una unidad representada por el Parlamento (otro concepto que también revela este binomio unidad/multiplicidad).
Y la multiplicidad de sujetos vuelve a ser la comprensión de pueblo cuando este es visto como súbdito, cuando se queda bajo las leyes.
Lo que queda de esta dinámica involucrada en el concepto de pueblo es tan ficcional que no logra soportar la concepción más débil de democracia: este pueblo así indeterminado no se muestra capaz de manifestar contenidos decisorios de carácter político.
Y más. Para la promesa de la soberanía popular y del ideal democrático no basta el consenso virtual – es indispensable dirección y control del pueblo en relación al ejercicio del poder político. Y estas demandas no son cumplidas por la institucionalidad política brasilera.
El control del poder por el pueblo impone, mínimamente, la publicidad de los programas partidarios y de gobierno y de la acción de los partidos y de los representantes.
Exige, aún, una esfera pública abierta y robusta, apta a promocionar el debate franco e igualitario entre los actores políticos y sus ideas. Esto no ocurre cuando la propiedad de los medios de comunicación está concentrada e intereses económicos se mezclan a intereses políticos, con las empresas de comunicación actuando como agencias de propaganda en las campañas electorales.
Las formas de participación directa de los ciudadanos en la formación de la voluntad política del Estado surgen como una posibilidad para hacer frente a las deudas de la promesa de la democracia representativa. Estos temperos a la representación, en un análisis a partir de la Constitución brasilera, son simulacros de participación. Aunque haga la previsión del plebiscito, del referendo, de la iniciativa popular de leyes, de audiencias públicas e de consejos gestores con la participación de la sociedad, la configuración constitucional y legal de estos instrumentos revela su fragilidad.
Hace falta todavía subrayar que se las condiciones materiales de la democracia no son garantizadas quedase aun más difícil proporcionar la participación y el control – sin comida, sin casa, sin educación, sin salud, sin voz, sin participación, sin soberanía popular, sin democracia.
Camina junto con la ficción de la soberanía popular el mito de la voluntad común que, otra vuelta, supone la unidad del pueblo en un contexto de una mentalidad fuertemente individual.
Desde que las constituciones han prohibido – explícita o implícitamente – el mandato imperativo, se toma la representación como vinculada a una voluntad compartida, de manera republicana, por los ciudadanos. Se representa, así, el interés público o el bien común, sin que se sepa lo que esto quiera decir y – porque no hay instrucciones o la posibilidad de revocación de mandato en Brasil – sin que se pueda contradecir el contenido de esta voluntad para allá de los comandos constitucionales.
La Constitución de Brasil establece aproximadamente lo que se entiende por bien común cuando enumera los objetivos de la República – como disminuir las desigualdades sociales y erradicar la pobreza. Pero los objetivos son un tanto abiertos, indefinidos: si dice algo vecino al qué, no dice nada al respecto del cómo.
La idea de República, al menos la más ambiciosa, presupone un Verfassung, una historia conjunta de un pueblo que comparte su pasado y su proyecto de futuro, sus valores, aunque tibios, finos. Asimismo, tomando en cuenta una versión no exigente del conjunto de valores, es difícil que esto se sostenga en una sociedad heterogénea, marcada duramente por fisuras sociales.
Pero hace falta algo más en esto escenario: el compromiso de los ciudadanos con la cosa pública y su constante vigilancia.
Ciudadanos públicamente, cívicamente virtuosos, en un ambiente en que la libertad está garantizada, que miren principalmente el bien común y que sigan la actuación transparente de sus representantes, igualmente cívicamente virtuosos, son elementos esenciales para una representación política basada en una voluntad común.
Lo que ocurre, en verdad, es que la voluntad de los representantes es tomada como se fuera la voluntad de los representados, o, aun más específicamente, de todos, del pueblo.
Esta concepción de la función del Parlamento hacía un poco de sentido (un poco, y con alguno esfuerzo) en sociedades presuntamente homogéneas dónde pocos eran admitidos en el diseño del gobierno representativo. No queda nada de esta memoria histórica en los Estados actuales, en que los ciudadanos incluidos en el electorado siguen excluidos de la efectiva participación.
Así, el contenido de la relación de representación simplemente desaparece. A la representación de una voluntad pre-determinada, que vincula al representante, con características del derecho privado, la sustituye la ficción de la representación, que no representa nada, pues crea la voluntad en los debates parlamentarios o en la determinación del jefe del poder executivo (siempre muy poderoso).
Y representa a nadie, porque nadie hay el control político de la actuación del representante. Tampoco se representa algo ante alguien.
Para aclarar el papel de los ciudadanos en la democracia representativa, imponese establecer una lectura jurídica de la relación de representación, para evidenciar sus ficciones y sus posibilidades democráticas.
De las varias formas de entenderse la representación política, me parece que, tomada jurídica y constitucionalmente, la única coherente es la noción formal.
Jurídicamente la representación el pueblo todo. Jurídicamente no hay propiamente , pues la función de los representantes es determinada por los comandos constitucionales y no por instrucciones de los representados.
Lo que queda es un conjunto normativo de carácter institucional, destinado a construir un lugar de autoridad que autoriza el ejercicio del poder político de unos en nombre de todos y permite un control mínimo, cuando exige la renovación popular de los mandatos.
Las condiciones para el ejercicio del mandato y también, aunque débilmente, su contenido están pre-determinados en la Constitución, no más.
La actuación del representante informada por el interés público  es un presupuesto de la relación de representación e se reviste de carácter jurídico en la medida de su configuración constitucional.
En virtud de la libertad para el ejercicio del mandato, tónica de los regímenes representativos contemporáneos, y de una concepción colectiva de los representados, no hay mecanismos jurídicos para garantizar el contenido de la relación subjetiva de representación. Hay límites objetivos, establecidos por la Constitución y garantizados por sanciones a los mandatarios que deles escapan.
La confianza, tenida como el fundamento subjetivo de la relación del mandato representativo, no se reviste de carácter jurídico. Es posible hablar en confianza en el campo sociológico, cuando la autorización para el ejercicio del mandato implica un poder simbólico. Eso no trae reflejos, entretanto, en el campo jurídico. No hay cualquier criterio para la su verificación, sea en el momento de la formación de la relación, sea en el decurso del ejercicio del mandato. Tampoco hay instrumentos jurídicos para la ruptura de la relación cuando la confianza es quebrantada.
La relación de representación, jurídicamente, se forma por una autorización del cuerpo electoral para el cuerpo representativo, ambos tomados como sujetos colectivos. Autorización por plazo cierto y cuja motivación puede tener cualquier contenido no vedado por el Derecho.  Su invalidad sólo puede ser declarada si la autorización es viciada. La autorización que forma la relación de la representación no conlleva cualquier contenido jurídico para o ejercicio del mandato. El representante tiene como límite el ordenamiento jurídico, sin cualquier determinación por parte del cuerpo electoral.
No hay, por la representación política, una influencia del ciudadano o del pueblo en las manifestaciones del representante, aunque haya una fuerte interferencia en la composición del cuerpo representativo y de eso pueda resultar expectativas para el electorado. Jurídicamente hay libertad para el ejercicio del mandato. Sin esta premisa, las críticas a la representación quedan invencibles.
El Poder Judicial brasileiro, que indebidamente está ocupando un lugar de protagonismo en la política nacional, inconformado con esta libertad de los representantes, inventa, descubre, el mandato partidario en el sistema brasilero. En franca contradicción con el texto constitucional y con las discusiones constituyentes, los ministros de lo Supremo Tribunal Federal resucitaran un dispositivo de la Constitución autoritaria de 1969 y han decidido por la pérdida del mandato electivo por transfuguismo,  afirmando la protección del sistema proporcional, de la representación política, de la soberanía popular y de la estabilidad del poder. Olvidaran los ministros que el elector brasileiro no se identifica con los partidos (siempre, o casi siempre, móviles) y el principio de la supremacía de la Constitución. 
El personalismo es la tónica del sistema político brasilero, con una identificación personal del elector con el candidato. Y la Constitución enumera las hipótesis de pérdida de mandato sin incluir el transfuguismo.
Así que hoy, en Brasil, la ficticia relación de representación es formada por un tercer actor, un nuevo filtro: los partidos políticos, que pasan a mediar el ejercicio de la soberanía, poniendo el pueblo un paso más lejos del poder.
Lo que falta, me parece, es el ciudadano, o el pueblo, como quieran, hacerse responsable por la democracia. Hace falta que se dé cuenta que su parte en la democracia representativa es muy pequeña y que es indispensable actuar de otras maneras, para que de hecho pueda intervenir en la formación de la voluntad política.
Y se los instrumentos jurídicos hoy existentes son ineficaces o falseados, hay que inventar nuevos, hay que libertarse de la institucionalidad construida por la representación, pues en esa no se permite una intervención real del pueblo en la tomada de decisiones políticas. La elección, componente de una visión democrática formal, permite que se decida quien irá decidir, no más.
Pero nosotros demócratas hemos que ser más ambiciosos y exigentes.

3 comentários:

Tarso disse...

Parabéns pela palestra! Está podendo no espanhol hem! Qual o nome do evento?

Miguel Godoy disse...

Vamos ao debate: Professora, dizer que a soberania popular é um mito não é um pouco forte demais?

Eu entendo que vc busca fazer uma crítica a partir da compreensão circunstancial vivida por nós brasileiros. Nesse sentido, sim, a soberania realmente é uma ficção.

Mas é uma ficção porque fazem dela uma ficção e não porque ela assim o seja.

Não acredito que a soberania popular seja um mito, uma abstração metafísica que está em tudo e, por isso, também não está em lugar nenhum.

O argumento de que Constituições autoritárias também tinham como princípio a soberania popular e por isso esse instituto é uma ficção é fraco. Ora, não é só porque está escrito que a Constituição tem por princípio a soberania popular que ela assim, de fato, o terá. É como dizer que algo é democrático. Ora, eu posso dizer que algo é democrático sem o ser. Eu posso dar o nome de DEMOCRATAS a algo que é profunda e historicamente anti-democrático ;)

Mais do que colocar de forma escrita, formal, é também permitir, incentivar, o exercício dessa soberania popular, justamente para que ela não seja uma ficção.

Estabelecer o que é ou não expressão da soberania, definir quem é o povo, etc. são dificuldades que podem e devem ser enfrentadas. Podem ser as maiorias, podem ser as minorias... podem ser vontades expressadas em eleições, em outros espaços de discussão e decisão, etc. Que esses momentos (eleições) e espaços também são passíveis de críticas nós já sabemos. Mas suas deficiências não eliminam a soberania do povo.

Essa soberania se manifesta, seja em grandes momentos (diretas, impeachment, etc.), seja em pequenos momentos (por que não considerar movimentos locais, regionais como expressão da soberania popular?).

Talvez essa nossa insatisfação com a política representativa não esteja ligada mais a origem dessa política representativa? A essa origem elitista, segregacionista, desigual por natureza????

Bjs,
Miguel Godoy

Desiree disse...

Oi Mig.
Vamos ao debate.
Não consigo discordar de você. Por isso eu coloco a ficção da soberania popular a partir da mitologia da representação política. Pela representação, no nosso sistema e nos demais até hoje existentes, não há soberania popular.
E, como você disse, não basta estar na constituição.
Para que a soberania popular deixe de ser uma ficção, impõe-se a criação, a invenção de espaços deste exercício, para além dos que estão hoje institucionalizados.
Esta, talvez, seja a maior tarefa da academia e da cidadania.